"Hemos jugado, innumerables veces, a encontrarnos de
pronto en el espejo. Hubiéramos pasado a formar parte de una realidad ajena a
nuestra vida si en verdad allí nos hubiéramos encontrado".
- Farabeuf o la crónica de un instante, Salvador Elizondo.
¿Cuántos de nosotros no hemos permanecido horas frente a un
espejo? El ritual de cada mañana, por lo general, termina con eso: la creación
del espejismo perfecto. Quien llama superficial al ritual de adornar la cara,
el cuerpo y la cabeza de uno mismo desconoce por completo la intimidad, la
belleza y la protección de estos actos. Hay quienes subsistimos gracias al
maravilloso arte de la transformación que ocurre al materializar la imagen mental
que deseamos tener de nosotros mismos.
Cada día empieza para mi del mismo modo. Me
levanto lentamente, miro los restos de la noche anterior rodeando mi cama: las
medias de red colgando de ésta, los zapatos de tacón a su lado, y el cenicero
con los restos del último cigarrillo. Abro la ventana para distinguir en los
colores de la mañana alguna pista de mi humor actual, camino hacia mi tocador,
y me miro en el espejo mientras mis pensamientos flotan en torno mío. ¿Cuántas
veces habré indagado las imposibles respuestas a preguntas existenciales en mi
imagen al despertar; con el bosque brotando en mi rostro, el abismo bajo mi
cuello, el endurecimiento de mis rasgos gracias al juego de la iluminación que
causan los primeros rayos del sol? Me miraba sin hablar, sin moverme, a
veces sumergiéndome en el constante y secreto discurso del ámbar de mis ojos. Otras
veces me quedaba absorta en las figuras que el humo del primer cigarrillo
formaban en torno mío, danzando con la luz y el aire. Buscaba con inquietud en
las profundidades de mi mente, en la percepción del mundo, en mi imagen de
aquel espejo; pero siempre me quedaba con un hueco en el estómago y un vacío
aún más grande en el alma.
Entonces debía despertar de esa meditación
aterradora. Impedía que el bosque naciera en mi rostro y hacía que lo que
sentía de mi misma floreciera como un capullo cuya vida es siempre efímera. Le
daba color a las sombras, suavizaba mis formas y despertaba con intensidad la
luna en mi mirada. Cuando el proceso había terminado, ya se podía decir que yo
por fin había despertado.
¿Qué pensará alguien con una vida distinta
a la mía, que al verse cada mañana en el espejo cree ver un reflejo de sí
mismo? ¿Sabrá, como yo me he dado cuenta, de que la luz es la pintura que
deforma al mundo, o que el cuerpo es sólo una cáscara que cubre al espíritu? Sí,
una cáscara, hace tiempo que me di cuenta de ello. En este instante viene a mi
la imagen de mi misma aquella noche, con la apariencia casi tan insípida como
mi espíritu al portar esas vestimentas funerarias. Yo estaba ahí por
compromiso, en apariencia, cuando en realidad asistía por orgullo y
remordimiento. Ver muerto al fin a quien te hizo sufrir tanto tiempo, a quien
te reprimió y te hizo sentir insignificante parece ser algo que te pondrá en
libertad, que te hará sentir imponente al verte vivo, de pie, con futuro, y por
primera vez en una posición más alta que esa persona... pero no fue así. Cuando
vi a mi padre perfectamente bien acomodado en ese ataúd lujoso todo mi odio se
esfumó. La represión se sintió aún más presente al no obtener el sentimiento
que esperaba. Yo no lo vi en ese cuerpo, sólo vi aquella cubierta que encerraba
al hombre que temí y odié tantos años. Él había desaparecido, pero tuve la
sensación de que seguía ahí, en mi, atormentándome aún, y que nunca se iría
porque no había en ese cadáver prueba alguna de que él había abandonado este
mundo, de que ya no existía más. Fue difícil aceptar, aún así, que el ser que
me hizo pensar tantas veces que yo estaba equivocada, en su lecho de muerte me
hizo entender que yo tal vez estaba en lo correcto. Pensé en la posibilidad de
que no somos lo que creemos que somos, que no somos lo mismo que la casa en la
que habitamos, que nuestra esencia no es algo tangible, que todo es un
espejismo. Entonces caí en cuenta de la ilusión en la que vivimos, y nuevas olas
de esperanza, pero también incertidumbre, recorrieron mi alma.
¿El mundo es capaz de notarlo? No trato de
decir que mi experiencia es una verdad absoluta, sólo me pregunto si alguien más
es capaz de hacerlo. Me pregunto si todos, aunque sea en un momento de
inconciencia, son capaces de verlo. Tal vez todo este pensamiento sea fruto del
ambiente en el que deambulo; lleno de máscaras, de ilusiones, de placeres y
agonías. Tal vez es el hecho de que hace años que yo misma dejé de verme en el
espejo. Quizás sólo pretendo justificar mi existencia. Aún así, dentro de mi
realidad y mis vivencias soy capaz de presentir que la apariencia de algo rara
vez refleja su contenido. Si así fuera, ¿por qué aún no puedo ver las alas que
mi espíritu se ha formado?