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viernes, 25 de noviembre de 2011

Campanas (recuerdos de Comtesse)






Carajo...

Son las seis de la mañana y el estúpido sol ya está arruinándome la existencia. Me dan ganas de lanzarle una de estas sucias botellas para que se apague y me deje pudrir en mi asquerosa cruda en paz.

Al abrir los ojos me di cuenta de que aún estaba a los pies de la santa y puta catedral. Fue lo más excitante que me pudo haber pasado; los religiosos murmuraban aterrados al ver mi cuerpo desnudo sobre el de ese hombre que creían "puro" y "casto", y yo podía oler nuestro semen manchando sus sagradas escaleras. Todo eso casi hace que me de un orgasmo de nuevo, pero estaba demasiado ocupado riéndome a carcajadas de su terror. ¡Hace mucho que no me divertía así! Jamás había disfrutado tanto cogerme a alguien...

Ayer en la mañana pasaba por este mismo lugar cuando unos cantos angelicales casi hacen que vomite. La gente de por ahí, como siempre, se me quedaron viendo como si fuera el mismísimo Satanás. Me valía un carajo; yo estaba fumando recargada en la pared de ese edificio. Para mi no eran nada más que un montón de ladrillos. Acababa de escapar de casa de mi padre, había caminado mucho con estos enormes tacones y no quería que nada más me jodiera.

Eran apenas las diez de la mañana, pero para mi ya era muy tarde. El tiempo no me importa, al final te das cuenta de que no sirve para nada. Como sea, cuando escapé de la casa del bastardo no tuve tiempo de llevarme casi nada. Le robé a una puta barata su maquillaje e hice lo posible para arreglarme. Era un fracaso, me asqueaba ver mi reflejo en un charco frente a mi, pero al final terminó valiéndome todo un carajo, como siempre.

Me aburría tanto que decidí mirar dentro de la iglesia. Todos en ella me daban risa; esas viejas asquerosas que se excitan con Cristo porque sus maridos no las satisfacen, los mocosos estúpidos que no saben dónde poner sus traseros, las familias que pretenden ser perfectas y... el resto de los idiotas. ¡Oh, pero el que se ganaba la medalla de oro era el sacerdote! Ese ridículo hijo de puta que manipula a todos como se le pega la gana. ¡Ah! Y tenía a todos los monaguillos que creen que él es dios en la Tierra y se dejan coger por él para eliminar todos sus pecados. Asqueroso bastardo de mierda... tiene el mejor trabajo que cualquier mortal quisiera tener. Lo detesto, me da lástima... lo envidio.

Tiré mi cigarro frente a su puta iglesia y lo pisé con ira. Puedo jurar que por un instante se dio cuenta de que lo miraba y dejó de hablar sorprendido. Tal vez creyó que el demonio esperaba afuera... o tal vez se le antojé. Fue una idea estúpida, pero me encantaba. Tenía ganas de divertirme un poco.

Cuando terminó la misa me mezclé entre la gente y entré. Casi me derrito entre las asquerosas figuras religiosas, pero decidí no mirarlas y enfocarme en el sacerdote. Tenía ganas de cogérmelo, no sé por qué. Me parecía graciosa la manera en la que me miraba, de una forma algo familiar. Tardé en darme cuenta de que yo conocía a ese imbécil.

Era un puto, como todos.

Una mueca de satisfacción se formó en mis labios. Decidí que era mejor que me largara y volviera después. Quería que el idiota estuviera solo para poder enfrentarlo. Dejé las sagradas paredes de ese repugnante lugar y me fui a beber. Eso estuve haciendo hasta la noche, cuando por fin volví. Me impresionó la suerte que tuve al toparme con él cerrando la puerta principal de la iglesia.

--James, querido, ¡tanto tiempo sin verte!—le dije con una ligera sonrisa. Él se quedó helado, asustado como un pobre cachorrillo. Eso sólo hizo que me riera más --¿No vas a contestarme? Veo que de pronto has olvidado todo lo que vivimos. Ya sé por qué estás aquí; nadie jamás te acusará de desear a una mujer.

Él apretó sus puños con fuerza y dio media vuelta para irse, sin hablarme. Reí a carcajadas mientras lo tomaba del brazo e introducía mi lengua casi hasta su garganta. Primero se resistió, pero luego se dejó llevar. Apuesto que hace años que no tenía sexo de verdad.

Así fue como poco a poco comencé a poseer su cuerpo. Las luces anaranjadas de la calle apenas nos alcanzaban; él resto era oscuridad. Amé cada segundo de todo esto, lo penetraba lentamente mientras él gemía como una gata en celo. Terminamos por caer como moscas muertas en esas escaleras.

Lo mejor de todo vino a la mañana siguiente, cuando el ensordecedor sonido de las campanas nos despertaron para la misma de seis. Aún me rio de los estúpidos creyentes inocentes… su sacerdote follaba como cualquier otra rata de carne y hueso.


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