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sábado, 5 de noviembre de 2011

El aparador (Recuerdos de Deborah)






Sí; ahí estaba yo, en aquellos años de mi tierna infancia...

Esa época de mi vida fue, quizá, la más conmovedora, delicada, y confusa de todas. Fue un instante en el que me sentía maravillada por un mundo que se desenvolvía de una manera extraña frente a mis ojos; casi como si quisiera gritarme de golpe toda su inmensidad. Así veía todo; desde mi propio universo. Y yo, sin entender nada aún, vivía mirando las cosas a mi alrededor solamente desde el interior de mi infantil mente.

Mi madre siempre me traía de un lado a otro como un accesorio más. Ella se la pasaba en reuniones sociales, fiestas y centros comerciales. Eso, y las misas de cada domingo, las cuales jamás entendí. Yo sólo seguía sus pasos como cualquier niño a mi edad, más distante en mi mundo interior que en lo que ella pretendía inculcarme.

Recuerdo que un día caminábamos a prisa por un centro comercial de gran renombre. Mi madre se pavoneaba con orgullo tomándome de la mano; yo estaba constantemente distraída con los colores que navegaban frente a mi. Nos deteníamos con frecuencia para ver los productos que ofrecían en cada tienda, y yo miraba con asombro cada cosa. Les daba una interpretación propia en mi cabeza, nunca preguntaba. Mi madre solía ignorarme cada vez que lo hacía, así que hubo un punto en el que dejé de hacerlo.

Esa vez mi querida progenitora vio un vestido que llamó su atención (claro, como cada cosa costosa que veía) y me dejó esperando afuera con una enorme cantidad de bolsas mientras usaba una máscara de ignorancia y preguntaba el precio. Yo miraba mi reflejo en el aparador, apunto de desfallecer gracias al cansancio y al aburrimiento. En ese instante estaba perdida en los detalles de mi ropa de niño elegante; en los pequeños chinos que lograban formarse en algunas áreas de mi cabello ondulado, como los que caían en mi frente; en el cansancio en mi mirada; mi estatura, entre otras cosas. Estaba tan absorta en mí que tardé en notar a otros ojos que me miraban detrás de ese cristal. Al enfocar la vista me topé con la inmóvil presencia de un maniquí.

Sentí terror...

Aquella figura completamente blanca, con ojos pintados de un azul claro, labios rosados y cejas negras miraba hacia abajo, donde yo estaba parada. Su peluca rubia y rizada desentonaba con su apariencia. Yo le devolví la mirada un largo tiempo, consumida por su imagen, pero siempre volvía a encontrarme con la mía en el aparador.

No sé por qué comencé a notar en ese momento la diferencia entre géneros, pero lo hice. Miraba la figura inmóvil y mi reflejo sobre ésta. Podía distinguir algunas diferencias, pero aún no entendía todo por completo. Mi madre me jaló rápidamente lejos de ahí antes de que pudiera descifrado.

La vida, mediante una serie de represiones, terminó por cambiar eso.


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